Por Sergio Arias.
En días pasados el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de México Martí Batres Guadarrama, anunció el cambio de nombre de una colonia de la alcaldía Coyoacán que llevaba por nombre Nueva Díaz Ordaz, por la de Estudiantes de 1968.
Se trata de una demanda de la izquierda para que toda obra pública que lleve los nombres de Gustavo Díaz Ordaz o Luis Echeverría Álvarez sea sustituida por otro nombre de las víctimas por la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968 o por las del periodo de la llamada guerra sucia en la década de los setentas.
Al igual que con las víctimas del holocausto de la Alemania Nazi, en donde se erradicó toda referencia histórica al nacionalsocialismo, la demanda se basa en que hubo una política de Estado encaminada a exterminar toda disidencia política que a falta de la existencia de canales democráticos optaron por la rebelión política o insurreccional y de las que ellos fueron los principales promotores y responsables.
Dicha acción coincide con los diez años del fallecimiento de Raúl Álvarez Garín, uno de los históricos dirigentes del movimiento estudiantil del 68, quien entre su trayectoria logró lo que en México parecía imposible enjuiciar a un ex presidente de la República -Luis Echeverría- por el genocidio de los estudiantes del 2 de octubre de 1968, pero además gracias a los históricos dirigentes del 68 se logró que en gobierno de Vicente Fox se creara una Fiscalía Especial para investigar los crímenes de la llamada guerra sucia. Por si fuera poco, fue en ese movimiento que por primera vez se planteó lo que parecía imposible y que hoy es una normalidad constitucional: la lucha por el reconocimiento jurídico de los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos que hasta no hace mucho era un tema vedado en el sistema jurídico mexicano.
También resulta relevante que una de las primeras acciones de la Presidenta Sheinbaum haya sido la firma de un Decreto por el cual el Estado Mexicano asume la responsabilidad de la masacre del 2 de octubre de 1968 y ofrece unas disculpas públicas a familiares y víctimas.
Se trata de un Decreto presidencial que reconoce oficialmente que la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968 constituyó un crimen de lesa humanidad que fue “fría y cruelmente concebida, ideada, ejecutada y encubierta al más alto nivel del Gobierno Federal, tal y como fue reconocido por el entonces Presidente de la República y comandante supremo de las fuerzas armadas, Gustavo Díaz Ordaz” y que esta estrategia desde el poder formó parte de una política represiva y contrainsurgente que el régimen autoritario implementó entre las décadas de 1960 y 1980, de manera sistemática y violenta, contra toda disidencia política o social.
Dicho Decreto asume garantías de no repetición referenciadas del derecho internacional para este tipo de atrocidades, así como reconoce actos de represión, actos de privación ilegal de la libertad, uso de las fuerzas armadas contra la población, utilización de cárceles clandestinas, desapariciones forzadas, torturas u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, o la anuencia del Estado para destruir o exterminar a un grupo de la población mexicana.
Por tanto, la eliminación de estos dos ex presidentes de toda obra pública no es un asunto menor, resulta paradójico que con la propuesta de eliminar sus nombres de toda obra pública se inicie un proceso de reparación integral desde el Estado para dignificar a las víctimas de las torturas, desapariciones forzadas, ejecuciones extra judiciales de ese México antidemocrático y que muchos funcionarios públicos, gobernadores y alcaldes lo pueden implementar desde sus respectivas responsabilidades. No debemos olvidar que existen escuelas, monumentos, colonias, avenidas, auditorios, parques, jardines con sus nombres.
De ahí la importancia de borrar sus nombres de toda obra pública, pero no su responsabilidad histórica, política y penal.
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